Ayer veía una película americana. La típica que muestra un poco de la vida estudiantil de los chicos que estudian la preparatoria. Las típicas cliché donde la chica fea se transforma en una belleza para robarse el corazón del hombre más sexy de la escuela. Una trasformación del patito feo a un hermoso cisne.
Recordé entonces que, hace tiempo, me sucedió algo similar. Claro, no tan asombroso como en aquella película o alguna otra.
Yo misma me consideraba un patito feo. Usar lentes redondos tan gruesos que hacían ver mis ojos más pequeños, siempre peinada con el cabello recogido y vistiendo el uniforme de la escuela como debe ser. No es que eso estuviera mal, es sólo que muchas veces me hicieron sentir que lo era.
Las palabras son crueles y tienen el poder incluso de volverte invisible ante una multitud de gente. El autoestima lo tenía por lo suelos, mi orgullo como mujer (ni siquiera sabía que existía en ese momento) estaba dañado y no tenía remedio alguno, o al menos eso me decían.
Por esa época, esperaba ansiosamente pasar de oruga a mariposa, pero no tenía idea de cómo eso podría suceder.
Un día, un chico me dijo:
-Te verías bien si te peinaras con el cabello rizado.
Era la primera vez que alguien se fijaba en mi apariencia, así que le hice caso. ¿Por qué? Bueno, mis años en esa escuela estaba por terminar y en la ceremonia de clausura parecía un buen momento para hacerlo. También porque me gustaba ese chico y quería sorprenderlo. Conseguir tal vez algún halago o una sonrisa suya. Quería verme diferente ese día para que todos me recordaran así. (Sólo el peinado porque nos prohibían usar otra ropa que no fuera el uniforme escolar).
Días posteriores rogué a mi madre para que comprara una tenaza rizadora y le insistí que practicara para que ese día quedara hermosa. Como ella me quiere mucho, lo hizo. Me esforcé mucho para que resultara lo mejor posible.
Cuando llegó ese día, ¿adivinen qué pasó?
El peinado no fue esplendoroso pero tampoco se veía mal. Noté un par de miradas de sorpresa y ya.
Nadie dijo nada.
Ni mis amigas.
Ni los profesores.
Ni el chico en cuestión.
Sin halagos. Sin sonrisas. Sin comentarios. No fui sorprendente. Sólo un patito feo con otro peinado.
¿Cómo me sentí? Timada. Traicionada. Estúpida.
Mi autoestima había recibido el golpe de gracia con aquella situación. Me sacudió lo suficiente para entender lo que había hecho mal.
El chico no se equivocó, después de todo, fue un comentario lanzado al aire.
Mi madre tampoco hizo mal, porque cumplió su deber como madre al apoyarme con una decisión,
Fui yo la que cometió el error. Cambié porque alguien me lo pidió. Una tonta acción que me hirió, porque realmente debió ser un cambió nacido por mí y para mí. Porque sin importar lo que piensen otros, yo me sentiría bien conmigo misma. Los halagos ya sería una recompensa extra.
Ese día fue la gota que derramó el vaso, un vaso que necesitaba ser reemplazado por un contenedor más a mi gusto. Un yo que pudiera ver al espejo y no sentirme mal.
Cambié mi aspecto exterior, no como lo mostraron en la película, pero ciertamente me siento a gusto con él. Esto también me permitió ser más extrovertida, me dio más confianza y seguridad. Dando el extra de autoestima que tanto necesitaba.
La moraleja de la historia: NUNCA CAMBIES POR ALGUIEN, QUE EL CAMBIO NAZCA DE TI Y PARA TI MISMO.